Y la basura, ¿qué?


Valerie H.

Es el octavo domingo del año en el que Don Miguel ha dejado de ir a trabajar al centro para agarrar la pala y el azadón y rehacer la zanja de la curva de su casa, que ha vuelto a colapsar bajo la borrasca que ha borrado cualquier semblante de carretera que tuviera la única vía que atraviesa la vereda. Entre las paladas de tierra amarilla no sólo se encuentran piedras y marañas de maleza recién arrancada, sino también una cantidad de cachivaches que, al ojo del transeúnte despistado, sólo pueden clasificarse como basura: pañales sucios que han caído en las fauces de algún perro callejero, botellas de plástico aplastadas y deformadas por las llantas de las motos, tapabocas de los que sólo se distinguen pequeñas zonas de color que apelan a la coquetería que tuvieron antaño y un popurrí de envoltorios de comida de todos los tamaños, formas y precios. Juntos cuentan la travesía de un mosaico obsceno de consumo y desecho instantáneo, cimentado de casa en casa, de curva en curva y cuyo vehículo es el agua que, encapsulada en una cuneta con paredes de tierra y cuya longitud no alcanza los treinta centímetros, en el mejor de los casos, recorre la zona a la par del único bus que llega hasta la punta de la montaña cuatro veces por día.

En Granizal no hay acueducto ni alcantarillas, tampoco hay carretera. De hecho, hay muchas cosas de las que carece la vereda, algunas más vitales que otras, pero si hay algo que hace saltar de indignación a una comunidad de más de veinte mil personas es el río de aguas negras que deforman la geografía de las calles. La gente culpa a la lluvia y al gobierno de turno, que sólo hace presencia en época electoral y no se dejan ver nunca más, y si bien es cierto que son factores dentro del problema, el asunto es mucho más complejo que eso.

La situación legal de la vereda es, a grandes rasgos, confusa. No está considerada en ningún POT y no fue sino hasta que se ganó la demanda contra EPM por el derecho al agua potable que su existencia entró a discusión con funcionarios políticos más allá de intentar desalojos que fracasaron en más de una ocasión. Garantizar acueducto, alcantarillado y una carretera digna está dentro de los planes de la alcaldía de Bello, pero es un proyecto que va a tomar años de lucha, de desenredar líos jurídicos relacionados con a quién le corresponde hacer tal o cual cosa y, mientras tanto, es la gente la que tiene que cargar a cuestas un problema que bien puede ser por culpa propia.

Cuando le preguntan a Don Miguel, su respuesta es la de siempre, “si la gente dejara de tirar basura y se les hiciera mantenimiento a las zanjas, no estaríamos como estamos ahora mismo, con pantano hasta las rodillas”. Como él, muchos otros habitantes de Granizal coinciden en que el problema se reduce a la cantidad de basura que tapona la calle y a las mangueras rotas que, se supone, transportan el agua de los nacimientos hasta las casas, pero que dejan más de la mitad del suministro en el camino y crean una pista de patinaje, con barro en vez de hielo.

No es que no haya servicio de recolección de basuras constante, tampoco que no haya sitios específicos para su depósito, es la falta de conciencia, es limpiar las cuatro paredes de adobe y el piso de tierra “porque pobres, pero no sucios” y tirar los residuos directamente a la calle, es el carro de basura a cien metros de distancia y una mujer dejando su bolsa en el contenedor recién vaciado, es el que lanza el envoltorio de papas por la ventana del bus, el que tira la botella de Coca-Cola a la quebrada porque no la quiere meter en la maleta, es la bolsa medio abierta por el perro con hambre que busca huesos y comida en mal estado, es la actitud de “de la calle para afuera no es mi problema”, excepto que sí lo es cuando las zanjas desaparecen entre la montaña de basuras y el agua corre libremente por media calle, lavando tierra, piedra y más basura que luego resulta en la quebrada, y luego en el río y luego en el mar; ¿cuántas veces no se ha pasado al lado de los contenedores con la respiración atorada en el pecho por la podredumbre que desprende? ¿cuántas enfermedades no se han generado por convivir al lado de los basurales que decoran cada esquina, cada curva? ¿cuánto dinero no se ha gastado tratando de arreglar una carretera con cascajo nada más para que a los tres meses vuelva a estar en el mismo estado? ¿cuántas inundaciones no se han dado en temporada de lluvias porque las míseras zanjas de 30 centímetros de hondo están repletas de basura y no aguantan el volumen de agua que viene montaña abajo? ¿cuántas horas no se han perdido metidos en el bus porque la carretera está tan mala que sólo hay vía en una dirección a la vez?

Es muy fácil culpar a otros y no ver el error en sí mismo, y quizás ese es el verdadero problema, que no hay conciencia, que nunca nadie se ha parado a relacionar una cosa con otra, que no se piensa en términos de comunidad sino en cómo sacar ventaja para sí mismo. Y no es que no se vean de vez en cuando grupos de gente tratando de limpiar las zonas de los contenedores o a un variado de Don Migueles con compañía destapando sus zanjas, es que esos son pañitos de agua tibia aplicados a una herida que se desangra, no es una solución integral y la razón de ello es que no se involucra a la comunidad al completo. Aquellos que limpian las zonas de los contenedores ni siquiera viven en la vereda, se les identifica porque a veces traen sus uniformes de scouts, pero nadie sabe sus nombres. Si Don Miguel despeja una zanja es sólo a lo largo de su lindero, desde el punto en donde termina su terreno es problema del otro porque ese otro no está ahí ayudando a Don Miguel. Para un problema colectivo, la solución debe darse en colectivo.

Sin embargo, la construcción de ese colectivo resulta incluso más problemática porque a la gente sencillamente no le importa. El que no está quebrándose la espalda por una miseria de ingreso económico está en la casa haciendo malabares para medio educar a sus hijos y estirando para una semana la comida que corresponde a tres días. Sus prioridades se ubican en sobrevivir y su pensamiento muchas veces es de “como a mí nadie me ayuda, para qué voy a ayudar al otro”.

Frente a esta situación es difícil generar espacios enfocados en la disposición adecuada de residuos o de plano el cooperativismo veredal. El reciclaje es para marihuaneros universitarios que no se bañan, dirán unos, o para los ricos que tienen la vida arreglada y tiempo para preocuparse por cosas como el futuro del planeta, “el tal cambio climático”, dirán otros. A la gente pobre lo que le interesa es poner pan en la mesa y tener con que pasajearse al día siguiente, ¿de qué les sirve romperse la cabeza con “políticas verdes” si eso no les llena el estómago, si no paga los servicios o el arriendo? Enseñar a reciclar por que sí, porque es lo humanamente “correcto”, no sirve de nada cuando la gente vive en modo supervivencia, cuando el modelo económico ha golpeado a las clases bajas con tanta fuerza que lo único en lo que piensan es agarrarse de dónde se pueda para no ahogarse, “que los millonarios salven el planeta mientras yo miro cómo salvarme”.

Y, sin embargo, no es imposible, lo que pasa es que hay que considerar el problema desde la transversalidad. Si el problema general es la falta de conciencia con relación al manejo de las basuras y el cómo eso afecta de distintas formas a la vereda, y el problema específico a la hora de abordar la solución es que la gente está más preocupada por cosas como el dinero, y con justa razón, entonces el cómo de la solución está precisamente en dirigirla, no como un proceso educativo en sí, sino con la finalidad de generar un proyecto productivo. Los espacios educativos para las clases bajas en este país siempre deben abrirse pensando en cómo la gente puede aplicar esos conocimientos para mejorar sus condiciones económicas porque es precisamente esa estabilidad lo que le da la oportunidad a la gente de pensar más allá de sí mismos, de generar esa conciencia colectiva, porque con hay hambre no hay pan duro.

Así, cualquier taller, curso, seminario o charla educativa sobre el reciclaje y la importancia de la disposición de residuos no debe enfocarse en “lo del baño a la bolsa negra, lo de la cocina a la verde y el resto en la blanca porque es reciclaje”, sino más bien en “las cáscaras de las papas se pueden meter en una caneca con tierra y en dos meses tienes abono que se puede vender o echarlo a las matas que después se pueden vender” o “con la ropa que vas a botar se puede hacer más ropa o tapetes que se pueden vender”. En medio de un modelo económico capitalista y consumista, se inhala y exhala el deseo por el dinero y las posesiones, unos por avaricia, otros por necesidad; todo lo que se quiera hacer en relación al progreso de la clase baja debe enfocarse en ese modelo, al menos mientras se pueda establecer uno en el que realmente las políticas económicas estén pensadas para mejorar la calidad de vida de la clase obrera, pero ese es tema para otra oportunidad.

La idea está ahí y tiene potencial porque hay no sólo un enganche para que la gente realmente se anime a ir, sino también presencia de organizaciones sin ánimo de lucro y fundaciones en la zona, gente que ha trabajado con la comunidad por más de diez años, que ya hasta se consideran “uno más de la familia”, que siempre tienen un plato más en la mesa cuando hacen visita. Las dificultades que se presentan se dan a la hora de la financiación, pero se ha probado otras veces en la vereda que es posible abrir espacios educativos y culturales sin dinero, con voluntariado y mucha fuerza de voluntad, no por nada el grupo de tejedoras lleva funcionando tres años, son mujeres que sacan un día a la semana para ir a coser y tejer, algunas venden lo que hacen, otras adornan a los hijos y a los nietos con sacos, chalecos, bufandas y gorros. Hace poco culminó un curso de jabón artesanal cuyo eje central era enseñar a reutilizar la manteca en la que se fritan las tajadas y las papas para que la gente no se la untara a una arepa o la tiraran por la cañería (que, como ya se ha dicho, sólo iría a parar en la quebrada o circulando bajo los zapatos de cualquier despistado), quien lo enseñaba lo hacía gratis y de ahí dos personas ya montaron negocio vendiendo jabones tipo Rey y Suavitel puerta a puerta; lograron emprender, que es el lema desesperado de este desatinado gobierno, y están generando una fuente de ingresos que antes no tenían.

Si la gente le encuentra utilidad a eso de reciclar y reutilizar como una opción de progreso y no como un discurso de condescendencia, entonces realmente sí se puede empezar a hablar de generar un cambio como comunidad, sí se puede hablar del bien común aun si se hace desde un deseo egoísta; total, que si a la gente no le importa la basura en el piso por el simple de ser algo incorrecto, entonces quizás puedan verlo como recursos que se están malgastando, potencial monetario que se está tirando a la basura.

Aunque reducir los desechos sólidos que pululan en las calles no es una solución permanente, puesto que siempre va existir el riesgo de que las zanjas se taponen con tierra y el agua siga corriendo libremente por media calle, sí que suma al esfuerzo que es mejorar la calidad vial, de aguantar hasta que el Estado se digne a meterle la mano a la vereda, de crear comunidad. Quizás si se logra, entonces la próxima vez que se vea a don Miguel con pala y azadón en mano rehaciendo la zanja no se quede sólo en su lindero, sino que le haga al de más abajo también porque el vecino está ahí para ayudarlo.