Bajo el mantel de lino: desentrañando las divisiones sociales a través de la alimentación en la literatura colombiana del siglo XIX


Valerie H.


Resumen: En el trasfondo histórico de los siglos XVIII y XIX, la narrativa literaria emerge como un espejo que refleja no sólo las vicisitudes de los personajes, sino también los matices de la sociedad colombiana de la época. La alimentación, como elemento intrínseco a la cultura, se convierte en un hilo conductor que nos permite explorar las representaciones literarias de este aspecto vital en las obras María de Jorge Isaacs y El alférez real de Eustaquio Palacios. En este recorrido comparativo, nos proponemos desentrañar cómo las representaciones gastronómicas delinean las líneas divisorias de la estructura social de la época.


El agua a la olla

La cocina y la alimentación son aspectos importantes dentro de la cultura de Colombia, producto de un conjunto de procesos económicos, políticos y sociales atravesados por la jerarquización social desarrollada durante la colonización. Albán Achinte (2010) esboza el concepto de la «suplantación gastronómica», complemento a la división social dada por el color de la piel, y entendido como la importación de productos europeos con la que se intentaba imponer gustos y sabores en detrimento de los alimentos del Nuevo Mundo, borrando los códigos gastronómicos existentes (p. 15).

La alimentación prehispánica dependía de la disponibilidad de la región en el que las culturas ancestrales habitaban (Patiño Rodríguez, 1990, p. 79), sin embargo las bases eran el maíz y la papa y se complementaban con «carnes, hortalizas y frutas crudas y cocidas» (Rojas de Perdomo, 2012, p. 28). Para muchas culturas ancestrales el tipo, la cantidad e incluso la forma de cocinar los alimentos estaban ligados a un simbolismo religioso. (p. 29). Por ejemplo, los muiscas usaban el maíz molido para ayunos y ritos de sacrificio y solían ofrendar con comidas para obtener beneficios agrícolas (p. 217).

La introducción de alimentos americanos a Europa forzó un cambio en sus nombres para simplificar aquello que no entendían o para “domesticar” prácticas culinarias ancestrales y adaptarlas a los paladares europeos. Así, Albán Achinte trae a colación en su artículo las palabras de Sophie Dobzhansky (antropóloga e historiadora de alimentos estadounidense), quien afirma que «fue necesario que todos los alimentos del Nuevo Mundo tuvieran que incorporarse a los esquemas de los europeos; a lo que pensaban que debía ser un alimento» (2010, p. 16). La apropiación de productos y preparaciones supuso, entonces, un paradigma en la división social del Nuevo Mundo, que aún sigue perpetuándose en la actualidad, pues implica que las prácticas gastronómicas europeas fueron, y son, consideradas como «la verdadera cocina o “alta cocina”» (p. 16) mientras que lo ancestral se consideraba como vulgar.

Este proceso llevó a un intento de refinamiento por parte de los criollos que influyó incluso en un cambio de los implementos con los que se cocinaba, pasando de usar productos de barro, de madera o derivados de las frutas, como las calabazas (Rojas de Perdomo, 2012, p. 209), a introducir la loza y derivó, a su vez, en un código de conducta respecto a lo que se esperaba como “buenos modales” en la mesa, que separaba lo civilizado de lo barbárico, dividiendo a la sociedad de forma más profunda y llevándonos al mundo de la «deculturación gastronómica» (Albán Achinte, 2010, p. 17).

Todo esto lleva a preguntarnos, si al sumergirnos en las páginas de la literatura, y enfrentarnos a la intrincada tarea de discernir entre la ficción artística y la fidelidad histórica en la representación de la alimentación, ¿hasta qué punto estas novelas nos ofrecen una ventana precisa a las mesas y los platos de la Colombia decimonónica? ¿O acaso, más allá de la fidelidad, nos refieren a una imagen explícita de cómo la alimentación se consideraba como un acto de imposición de poder o, más sutilmente, como un medio para establecer y mantener las fronteras entre las clases sociales?


Primero la yuca, pa' que no quede dura

Al leer María de Jorge Isaacs nos vamos formando una idea de las formas de alimentación y de la riqueza presentes en el Valle del Cauca construido por el autor, en donde incluso los trabajadores más humildes contaban con sus buenas comidas, ya que «ni en la más humilde de las cocinas hace falta la carne –de res, de cerdo o de pescado–, ni el plátano, ni tampoco otras preparaciones que muestran la riqueza y diversidad de esta cocina tradicional» (Patiño Ossa, 2012, p. 14). Esto puede llevarnos a pensar ¡pero cómo comen de bien! y automáticamente lo asociamos con una posición socioeconómica bien establecida, es decir, tener dinero, ¿pero cómo es esto? ¿Acaso la representación dentro de María, es sólo eso, ficción o realmente nos muestra las realidades de la región?

Para responder a esta pregunta, debemos remontarnos a Albán Achinte y su afirmación sobre los códigos de conducta. Este autor cita al filósofo colombiano, Santiago Castro-Gómez, para explicar que la urbanidad y la educación cívica se usaron como una forma de separar «el frac de la ruana, la pulcritud de la suciedad, la capital de las provincias, la república de la colonia, la civilización de la barbarie» (2010, p. 17). Ya en 1854 se había publicado en Nueva York Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño, que se usaba para reglamentar distintos aspectos de la vida de la ciudad, desde el aseo pasando por los deberes morales y religiosos, hasta el traje a vestir, imitando las normas de etiqueta francesas. Este movimiento de desplazamiento popular por modelos europeos trajo detractores, entre los que se encontraba el grupo El Mosaico, del que Isaacs formaba parte, y que buscaba la preservación de los valores tradicionales (Martínez Carreño, 2012, p. 63).

En María, representación del ideal nacional del siglo XIX en Colombia, se puede decir, entonces, que encontramos una diversidad y una riqueza tanto en la región como en la cocina medianamente fiel. En la novela, quienes cocinan en la hacienda son las esclavas negras, las señoritas son las que “afanan” para que se haga rápido, mientras los señores esperan ser atendidos y los esclavos realizan las labores pesadas de la jornada. Esto se refleja cuando se están preparando para una visita a la hacienda desde Bogotá: «Como esos señores vienen mañana, las muchachas están afanadas por que queden muy bien hechos unos dulces» (Isaacs, 1946, p. 68), nos dice Dolores. Es en esta instancia cuando las relaciones de poder se vislumbran con algo de claridad. Si bien Isaacs era consciente de las realidades en las haciendas esclavistas, en María no existe una denuncia de ese hecho, los esclavos no se quejan, ni se rebelan.

Patiño Ossa (2012), responde a la interrogante del por qué la aparente incongruencia en el pensamiento del autor: «Aquellas iniquidades no formaban parte de su memoria [de la infancia]» (p. 61). La nostalgia es, entonces, parte de la respuesta, sin embargo, parece ser que la institución esclavista en el Popayán en la época, de acuerdo al trabajo del historiador y abogado colombiano, Germán Colmenares, fue «(…) una situación relajada, de controles laxos, más libre, en la que se moverán los esclavos de las haciendas ganaderas y trapicheras del valle del río Cauca» (p. 61). Además de esto, hay que tener en cuenta que el sujeto narrativo es Efraín, quien pertenece a la élite y representa la herencia de la hacienda patriarcal.

Sea como fuere, la novela no sólo nos deja ver la jerarquización que existe en un espacio dominado por las esclavas, la cocina, sino que también resalta que la alimentación para los esclavos es racionada, como revela Emigdio (Isaacs, 1946, p. 62), contrastando con la capacidad alimentaria de otros grupos sociales, como cuando Efraín se encuentra en casa humilde y nos dice que:

Sea dicha la verdad, en el almuerzo no hubo grandezas; pero se conocía que la madre y las hermanas de Emigdio entendían eso de disponerlo. La sopa de tortilla aromatizada con hierbas frescas de la huerta; el frito de plátanos, carne desmenuzada y roscas de harina de maíz; el excelente chocolate de la tierra; el queso de piedra, el pan de leche y el agua servida en antiguos y grandes jarros de plata, no dejaron que desear (p. 64). 

Este pasaje nos deja entrever que las diferencias de alimentación entre clases no son un asunto de disponibilidad de comida, sino el poder ejercido por los amos, pues quienes no son esclavos podrán depender del dinero, más no de los deseos de otros. De igual manera, está el hecho de que Efraín recalca que «en el almuerzo no hubo grandezas», para después describir una comida bastante completa, al menos para estándares modernos, por lo que queda preguntarse, ¿qué es una “grandeza” para las clases dominantes?

La respuesta puede venir de la mano del único espacio masculino en la cocina: la caza. En las culturas ancestrales, como la muisca, la caza y la pesca eran una forma de poner carne en la mesa, sin embargo, sólo se podían cazar aves comunes, como las codornices o los patos, y los curíes o conejos de Indias. La caza de animales más grandes, como el venado, estaba reservada para las despensas reales (Rojas de Perdomo, 2012, p. 203). En la España del siglo XVI, conforme se va fortaleciendo la burguesía y la distinción entre ricos y pobres se va haciendo más grande, las funciones y deberes sociales entre ambos grupos van cambiando y se empieza a consolidar una clase social alta que Weber (1956) denomina como los «ociosos honorables» (p. 274), quienes por su posición significativa de riqueza y poder, podían darse el lujo de no tener que trabajar y pasar su vida disfrutando de placeres que estaban al alcance sus bolsillos. Es importante recordar que, en el medioevo, el estatus de noble conllevaba la obligación de la guerra y la protección de sus siervos porque eran quienes producían la riqueza, estas acciones eran las que los eximia del trabajo manual, una condición que era sinónimo con la superioridad social, producían reputación y honor[1]. Los nuevos ricos, en este contexto, ostentaban su clase social a través del derroche y actividades de ocio, como la caza y los torneos (Maravall, 2003, p. 34).

Este es el tipo de herencia que los criollos recibieron de España. Para el siglo XIX, contexto en el que se da en María, la burguesía está más que consolidada y Efraín pertenece a esta clase que puede darse el lujo de usar la caza como pasatiempo. Esto lo observamos durante el episodio con el tigre, que si bien representaba un peligro para el ganado y los campesinos ya le seguían el paso (Isaacs, 1946, p. 78), terminó siendo Efraín quien lo mató, a pesar de que iba acompañado de otros cuatro campesinos. Lo interesante de esta escena se puede resumir en dos puntos: el primero es que la caza, para las clases altas es un entretenimiento. Para los campesinos era de vital importancia matar al animal porque se estaba comiendo a los corderos, era una obligación salir a cazarlo, parte de sus funciones como trabajadores del campo, también era una posibilidad, pues les permitía comerciar y adquirir otros bienes. Sin embargo, para Efraín parece ser una cuestión de diversión, a él no se le ha encargado que mate al animal, sino que se le ha invitado porque es quién mejor puntería tiene (p. 78). Además de esto, exhibe la piel, la cabezas y las patas del animal, como si de un trofeo se tratase (p. 85), le responde a su madre que la cacería ha sido «muy feliz» (p. 89) y su padre bromea que le pidió piel de oso para una alfombra y él «seguramente habrá preferido traerme una de tigre» (p. 91).

El segundo punto responde directamente a la pregunta de las “grandezas” en términos de alimentación. Efraín nos cuenta que justo después de matar al tigre y desollarlo, todos se ponen a comer. El menú es sencillo: «masas de choclo, blandas, moradas y limpias; queso fresco y carne asada con primor: todo ello fué puesto sobre hojas de platanillo (…) [y] una botella de vino tinto, pan, ciruelas e higos pasas» (Isaacs, 1946, p. 83-84) más la panela que nunca hace falta. Efraín comió de todo menos el pan y las pasas y al final se refiere a esa comida tan simple y rústica, como un banquete. Albán Achinte (2010) nos dice que la cultura se manifiesta en las formas de cocinar, y la imposición de patrones gastronómicos europeos en el Nuevo Mundo durante la colonización refleja una geopolítica gastronómica que establece jerarquías y enfrentamientos culturales por lo que el acto de cocinar se convierte en escenarios de poder, donde la diferenciación social no sólo se basa en los alimentos consumidos, sino también en cómo se preparan (p. 18). El hecho de que la carne que preparan estos hombres sea asada parecer tener mayor peso que, por ejemplo, una carne cocida en un sancocho, alimento que fue y sigue siendo vital en todas las clases sociales y regiones de Colombia (Patiño Ossa, 2012, p. 106).

La trascendencia de este banquete, por más sencillo que nos parezca, está entrelazada con la significación inherentemente masculina de la caza, esta comida está separada de la actividad tradicional en la que la mujer está inserta y por eso tiene más importancia para Efraín. Aquí se desvelan no sólo divisiones sociales dadas por el color de la piel, sino la dominancia del hombre por sobre la mujer, sobre la mujer esclava en el caso del protagonista, y el rol que se le ha asignado dentro de la cocina.


Sal y especias para darle sabor

Otro ejemplo en el que podemos dimensionar el concepto de la deculturación gastronómica es El alférez real, novela escrita por Eustaquio Palacios diecinueve años después que María, pero que describe las relaciones de poder y el sistema esclavista preindependentista de forma más directa que ésta.

Al igual que en María, la cocina es un espacio dominado por esclavas negras, a las que se solía buscar porque «sabía[n] sazonar la comida admirablemente» (Palacios, 2009, p. 134). Esta es una idea que se repite incluso por fuera de las haciendas, pues la madre del protagonista, quien es costurera, también tiene una esclava negra, Juliana, heredada de su difunto marido, quien prepara siempre la comida en la casa (p. 38).

En la hacienda se come sobre un blanco mantel de lino, con vajilla y cubiertos de plata, la comida consta de «sopa, carne, pan de trigo y pan de maíz, queso, chocolate y dulce» (p. 25). La jerarquización se enfatiza con los lugares que cada quien ocupa en la mesa: Don Manuel en una cabecera y el Padre Fray José Joaquín en la otra, Doña Francisca a la derecha de su marido y Doña Inés a la izquierda de éste; Don Juan y Daniel a su derecha e izquierda, mientras que las hijas de don Manuel estaban a ambos lados de la mesa (p. 26). Esta cuidadosa ubicación refleja la preservación de tradiciones sociales de la región, con el patriarca en el centro de la vida social (Álzate Méndez, 2018, p. 154).

A partir de la descripción de esta cena, cuyo contenido vuelve a repetirse casi en su totalidad cuando Daniel y Fermín visitan a Doña Mariana (Palacios, 2009, p. 51), se puede contrastar con la alimentación de los esclavos, a quienes, al igual que se menciona en María, se les racionan los alimentos, aunque Palacios hace un trabajo más detallado al decirnos que «Eran racionados todos los lunes, por familia, con una cantidad de carne, plátanos y sal proporcionada al número de individuos de que constaba cada una de ellas: con este fin se mataban cada ocho días más de veinte reses» (p. 28), tenían acceso a la carne de ciervo y de ternero y todo tipo de aves producto de la caza que terminaban en la mesa de los amos, sin embargo no tenían acceso a los mismos condimentos que ellos.

Así mismo, a los casados se les daba una parcela para que cultivaran y no se les cobraba arrendamiento, esto con la intención de fomentar la consagración de una familia y agrandar el número de esclavos (Zabala Gómez, 2017, p. 238). Así, Palacios nos narra que se les daba libre el día sábado y que ellos solían cazar, pescar o «tenían sus labranzas sembradas de plátano y maíz, y criaban marranos y aves de corral» (Palacios, 2009, p. 29), lo que a la larga les permitía poder acceder a la libertad propia y de sus familias.

Palacios nos muestra también las diferencias de clases a partir de los espacios, en este caso los urbanos de los rurales, pues cabe recordar que El alférez real se desarrolla en Cali, que si bien para el año 1789 aún no tenía el estatus de ciudad, se empezaba a perfilar como una. Así, la distinción se daba desde una perspectiva burguesa, jerarquizada según estamentos, los ricos y nobles tenían haciendas, eran comerciantes o ejercían trabajos civiles y los pobres eran artesanos, campesinos, jornaleros o traficantes (Palacios, 2009, p. 58). Weber (1956) rastrea estos orígenes a la constitución de la “ciudad” en la Antigüedad, que guarda grandes parecidos a la de la medievalidad, pues los llamados «linajes caballerescos» (p. 273) se encontraban en una posición de dominación, sobre todo económica, siendo mercaderes y más tarde dueños de barcos y otorgando créditos comerciales, y el resto de la población estaba obligada a la obediencia y ejercía trabajos de menor prestigio, como la artesanía (p. 274).

Otra cuestión respecto a la urbanidad, es la diferencia que se marca con María respecto a la concepción del banquete. Si bien como mencionábamos antes, para Efraín este se asociaba a la caza y tenía un aspecto austero, en El alférez real los banquetes están influenciados por las costumbres europeas en las que a mayor gasto, mayor prestigio (Martínez Carreño, 2012, p. 27). Así nos narra Palacios la fiesta de jura de Carlos IV:

En seguida se encaminaron a la casa del señor Alférez Real, en donde los esperaba un suntuoso refresco en increíble abundancia, pues se había preparado en cantidad bastante para ese innumerable concurso, el cual se aumentó con todo el señorío de la ciudad que había sido convidado. Las mesas se cubrieron repetidas veces. La plebe invadió patios y corredores y participó del refresco; y además, a los que no pudieron entrar por falta de espacio, se les sirvió en la calle; frente a la puerta principal se había construido una pila que por diferentes tubos arrojaba vino generoso; del cual tomaban todos los concurrentes, en vasos de cristal puestos allí al efecto; y se les arrojaba, desde los balcones, panes, bizcochuelos, dulces, queso, frutas y de todo cuanto se servía adentro a la nobleza. Allí mismo, en la calle, se había colocado una cucaña cargada de los mismos manjares, para diversión de los muchachos, que pronto dieron cuenta de ella. A las siete de la noche terminó el refresco ya las ocho comenzó el baile, para el cual había convidado de antemano el Alférez Real a toda la nobleza (Palacios, 2009, p. 156).

Aún más extravagante que en la cena ofrecida al Padre, donde se sacó la vajilla de plata, para esta celebración se exhibió además la vajilla china, y una decoración de la casa que hablaba de la gran riqueza que a Don Manuel su posición le daba, con detalles en oro, sillas de terciopelo y cortinas de seda, con la intención de demostrar el poder asociado a la Corona.


¡A servir, se dijo!

En el trasfondo histórico de los siglos XVIII y XIX, la narrativa literaria emerge como un retrato que refleja las vicisitudes de los personajes y los matices de la sociedad colombiana de la época. A través de las representaciones gastronómicas en obras como María y El alférez real se revela un complejo entramado de divisiones sociales, donde la alimentación no solo es un acto cotidiano sino un escenario de poder. 

Desde la suplantación gastronómica durante la colonización hasta la consolidación de clases sociales en el siglo XIX, las obras literarias proporcionan una lente para examinar cómo la comida y las formas de alimentación actuaban como un elemento intrínseco a la cultura, delineando líneas divisorias y reflejando la jerarquización social. En este recorrido comparativo, se destaca la caza como un símbolo de prestigio y la diferencia en la concepción de banquetes, evidenciando no sólo las diferencias alimentarias entre clases sino también la perpetuación de roles de género. Así, la literatura se convierte en un espacio donde la ficción artística se entrelaza con la fidelidad histórica, ofreciendo una mirada amplía a las mesas y platos de la Colombia decimonónica, y revelando la complejidad de las relaciones sociales a través de la gastronomía.


Notas finales

[1]Este tema en específico lo amplío en otro ensayo titulado La figura de Calisto como representación de la “anti” caballería medieval literaria.


Referencias

Albán Achinte, A. (2010). Comida y colonialidad. Tensiones entre el proyecto hegemónico moderno y las memorias del paladar. Calle14: revista de investigación en el campo del arte, 4(5), 10-23.

Alzate Méndez, G. (2018). María y El Alférez Real: de Jorge Isaacs a Eustaquio Palacios. Tras la huella de una narrativa patriarcal y burguesa en el Valle del Cauca. Revista CS, (26), 145-170.

Isaacs, J. (1946). María. Ediciones Castelar.

Martínez Carreño, A. (2012). Mesa y cocina del siglo XIX. Colombia. Ministerio de Cultura.

Maravall, J. A. (2003). “La transformación social de la clase ociosa y la alta burguesía. Las figuras de Calixto y Pleberio”. En El mundo social de «La Celestina» (pp. 30-55). Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Palacios, E. (2009). El alférez real. Ministerio de Educación Nacional de Colombia.

Patiño Ossa, G. (2012). Fogón de negros. Cocina y cultura en una región latinoamericana. Ministerio de Cultura.

Patiño Rodríguez, V. M. (1990). Historia de la cultura material en la América equinoccial. Alimentación y alimentos. Ministerio de Cultura.

Rojas de Perdomo, L. (2012). Comentarios a la cocina precolombina. De la mesa europea al fogón amerindio. Ministerio de Cultura.

Weber, M. (1956). “La burguesía”. En Historia económica general (pp. 267- 284). Fondo de Cultura Económica.

Zabala Gómez, E. (2007). Trapiches de esclavitud, fogones de libertad. Cocina y alimentación de los esclavizados en el Valle del río Cauca (1750-1851). Maguaré, 31(2), 227-250.