Un recorrido por las distintas formas de concebir la alimentación en Colombia


Valerie H., L. Morales


Resumen:

A partir de la novela María se realiza un recorrido por las distintas formas de concebir la alimentación desde el siglo XIX hasta la actualidad, teniendo en cuenta la importancia de la autonomía alimentaria, así como las vicisitudes creadas por el ideal europeísta de las élites colombianas a la hora de consolidar su identidad. A través de un análisis comparativo se concluye con la pérdida de la autonomía inicial y el fortalecimiento de la autoridad estatal como consecuencia de la era contemporánea, y en ella, el capitalismo, reconociendo el fuerte enlace entre la alimentación y la política.

Palabras clave: autonomía alimentaria; Colombia; era contemporánea; historia de la alimentación


Introducción

Cuando hablamos de comida colombiana, nos viene a la mente la arepa, el sancocho, el ajiaco, un chocolate humeante con canela acompañado de buñuelos y pandebono, el quesito, la arepa de chocolo, la arepa de queso, la natilla, el manjar blanco, y una diversidad impactante de sabores y sazones, dependiendo de cada región y de la época del año en que se encuentre, pero, ¿es esto verdaderamente colombiano? El sancocho que se encuentra en distintas partes de Latinoamérica, la arepa cuyo origen se remonta a la tierra de amerindia, a los pueblos originarios que no conocieron de fronteras nacionalistas, ¿realmente esto representa la identidad colombiana? ¿Y si es así todos se sienten identificados por estos platillos? Volviendo a la realidad, ¿cuántos colombianos gozan de estos en su cotidianidad? Al leer María de Jorge Isaacs uno se va formando una idea de las formas de alimentación y de la riqueza de la región, en donde incluso los trabajadores más humildes contaban con sus buenas comidas, ya que «ni en la más humilde de las cocinas hace falta la carne –de res, de cerdo o de pescado–, ni el plátano, ni tampoco otras preparaciones que muestran la riqueza y diversidad de esta cocina tradicional» (Patiño Ossa, 2012, p. 114.). Ahora, vemos esto y pensamos «¡ah, cómo come de bien!» y automáticamente lo asociamos con una posición socioeconómica bien establecida, es decir, tener dinero, ¿pero cómo es esto? ¿Acaso la representación dentro de María, es sólo eso, ficción? Pero no sólo está María, de una época posterior Tomas Carrasquilla, al que llamaron, según Mejía Vallejo, «descriptor de cocinas y costureros y beato de pandequeso en tertulias de comadres» (Arango Navarro, 2008, p. 67), también, narraba deliciosos y antojosos platillos en ocasiones especiales como fiestas o bodas, de acuerdo a Fernando Arango «noventa referencias comestibles y bebestibles en una mirada rápida a 18 de sus escritos» (Arango Navarro, 2008, p. 67).

Los matrimonios eran fiestas públicas, con matanzas de terneros y de cerdos, sin contar las carnicerías en montes y corrales; y todo a expensas de padres y padrinos de ambos contrayentes […] Nadie quería perder aquel desayuno, con tanta cosa de trigo y azúcar; de aquella azúcar que se traía desde Cuba y de aquel trigo de Castilla, sembrado y cogido con manos de españoles (Carrasquilla, 1984, p. 84).

¿Qué son estas narraciones en las que la abundancia de la comida salta a primera vista? ¿Podrían ser tan sólo un ideal fantasioso en esas novelas para solventar la irremediable realidad? A través de un recorrido histórico, datos y citas sobre la alimentación y la ideología en torno a ella, pretendemos encontrar las realidades y así establecer una distinción entre estas costumbres de abundancia y las que ahora vivimos, así como mirar las posibles causas y consecuencias en la vida del colombiano.


Cocinando ideas

Empezamos contrastando los pasajes de María, recordemos esta novela es por excelencia la representación ideal del siglo XIX en Colombia. En María encontramos una diversidad y una riqueza tanto en la región como en la cocina.

Al igual que nosotras, Patiño Osa (2012) inquiere esta cuestión: «¿Qué nos dice de aquellas cocinas de María el hecho de que los pejes, los negros o los nayos fuesen plato de todas las mesas, fuera de afirmar la riqueza piscícola y anfibia del hábitat vallecaucano y revelar la unidad cultural de la llanura interior con la zona de marismas?» (p. 89). Por supuesto, nos refiere una autonomía alimentaria, que desde un punto de vista actual podríamos creer que choca con la dinámica esclavista si pensamos que en la actualidad la necesidad alimentaria, es uno de los tantos dolores de cabeza de las familias de clase media y baja, y en el afán de solventarla muchas veces se ven obligados a dedicar tiempo a trabajos con los que se están inconformes, acarrear deudas y en los casos extremos, pero no pocos, a pasar hambre. Este contraste que vemos entre la actualidad y la estructura y la dinámica de la hacienda esclavista es real, existía en la hacienda una autonomía alimentaría.

En otra novela situada por esta misma región, que narra una fecha anterior 1789 y 1792, como lo es El alférez real también se relata la forma en que los esclavos eran dotados de alimentos «Eran racionados todos los lunes, por familia, con una cantidad de carne, plátanos y sal proporcionada al número de individuos de que constaba cada una de ellas: con este fin se mataban cada ocho días más de veinte reses» (Palacios, 1966, p. 36).

Con el fin del cumplimiento de las labores y el mantenimiento de la energía los esclavos eran dotados de alimentos, pero esto todavía no explica la gran variación existente en las mesas incluso de los pobres o que el plato de cotidiano fuese como lo narra Efraín al verse en una casa humilde:

Sea dicha la verdad: en el almuerzo no hubo grandezas; pero se conocía que la madre y las hermanas de Emigdio entendían en eso de disponerlo. La sopa de tortilla aromatizada con yerbas frescas de la huerta; el frito de plátanos, carne desmenuzada y roscas de harina de maíz; el excelente chocolate de la tierra; el queso de piedra; el pan de leche y el agua servida en antiguos y grandes jarros. (Isaacs, 1989)

Resaltamos la frase «en el almuerzo no hubo grandezas», es decir, fue una comida de todos los días para ellos, mientras que nosotras vemos un almuerzo extremadamente completo, con carne y postre, así como una variedad de sabores para nada despreciable. Entonces, ¿cómo se abastecieron los esclavos, posteriormente, sus descendientes los campesinos? Es así, como llegamos a una de las formas de adquisición de la mayoría de las clases bajas de esta época: la caza.

Patiño Ossa nos dice «[...] la necesidad de cazar resultaba imperiosa.» (2012, p. 91). La caza constituyó una de las formas de obtener y variar la dieta de las clases bajas, así como de poder hacer trueques y ventas, es decir, los dotaba de posibilidad. Claro está, la caza era una necesidad, pero no principalmente comerciar, se debía a que en muchas ocasiones los animales causaban desastres, dañaban cosechas, devoraban el rebaño ocasionando estragos para el sustento de la familia. Una visión muy distinta de la cosecha se encuentra para las clases superiores, los hacendados quienes veían en esta actividad extenuante y peligrosa casi un juego. «Estos mercados locales sorprenderán por su diversidad. Y los frutos de la caza la explicarán en buena parte. Los pescadores llegarán con sus capturas, frescas o saladas y secas. A las carnes de res, cerdo, oveja y aves domésticas se agregarán las de dantas, chigüiros, venados, iguazas, nagüiblancas, guaguas, tortugas, etcétera» (p. 92).

La caza dio como resultado el mercado, en el cual los campesinos y esclavos podían acudir para realizar el intercambio de lo cazado si era suficiente para no sólo abastecer el apetito familiar sino que también permite la obtención de otras variantes alimenticias. El mercado pronto obtuvo una importancia no solo para el trueque sino para el intercambio comunitario y cultural.

A esta forma de adquisición de la cual las clases inferiores a la de los hacendados podían formar parte sin trabas, se agrega otro elemento más que favorece la independencia alimentaria de esta región, las parcelas. Esta información la obtenemos de fuentes históricas, pues dos personas visitaron esta región y dejaron una fuente de material útil para los estudios: el médico Evaristo García y el coronel John P. Hamilton, enviado por el Gobierno británico, quien recorrió las distintas provincias de Colombia, entre ellas Valle del Cauca, en los tiempos en el que Colombia era «un país recién salido de las guerras de independencia, devastado por las pérdidas y con la economía en ruinas.» (Patiño Ossa, 2012, p. 19).

A pesar de las condiciones en las que Hamilton arribó a Colombia 1823 y 1825, este coronel se encontró con la diversidad y las dinámicas ya mencionadas, y sobre estas escribió distintos comentarios, sobre la adquisición de los esclavos informa: «A los casados se les daba un rancho con una pequeña parcela para labrar, sin cobrarles arrendamiento» (Hamilton 1993, p. 287; citado en Esteban Zabala, 2017). Mientras que García destaca la favorabilidad de la región «el valle del Cauca, en la faja regada por los ríos, es uno de los países más favorecidos por la Providencia para emprender la lucha por la vida» (García, 1994; citado en Patiño, p. 113). Todo esto favoreció esa capacidad de autonomía alimentaria, pues, no solo la dotación dadas por los patrones permitían su alimentación, además la posibilidad de labrar su propio plátano, maíz, y criar animales, conjunto con la caza favoreció a la autonomía alimentaria.

Dentro de las formas tradicionales en las que la población se alimentaba está el sancocho, considerado como un «plato que simboliza la diversidad y la cotidianidad» (Patiño Ossa, 2012, p. 105), no sólo de Colombia, sino de América Latina en general. El sancocho es la representación de la variedad de alimentos disponibles en cada región, teniendo a la carne y al plátano como elementos estrella, cuya preparación también es una muestra de la separación existente entre el campo y la ciudad y, sobre todo, entre las clases sociales. Así, un tipo de sancocho conocido como vaquero sólo podía ser consumido en las zonas rurales del Valle del Cauca, cocinado de la mano de mujeres afrocolombianas y mestizas, esclavizadas y liberadas.

El aprovechamiento de los recursos naturales era clave para la alimentación de la población pobre rural, así, aun si los problemas de desigualdad persistían, como nos dice Patiño Ossa (2012), los nutrientes recibidos de alimentos abundantes en la región, como el plátano y la carne, era más que suficientes para llevar a cabo los trabajos manuales tan exigentes a los que se veían forzados a realizar, incluso llegando a tener una ventaja sobre los trabajadores europeos y aquellos que vivían en montañas o altiplanicies intertropicales. Un plato de sancocho representaba no sólo la diversidad, sino el bienestar y la autosuficiencia alimentaria de la que hacían gala los campesinos del Valle del Cauca.


La ingeniería social de finales del siglo XIX y principios del XX

En consideración con lo leído hasta ahora, la pregunta expuesta en la introducción toma lugar. Ciertamente el hambre existía, pero no era una cuestión de las clases “inferiores”, como lo vimos en el apartado anterior, debido precisamente a esta autonomía de la que disfrutaban. Entonces, ¿cuándo el hambre se convirtió en una problemática de las clases medias y bajas? ¿Cuándo empezamos a hablar de hambre, dependiendo de la posición social en Colombia?

A finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX la élite colombiana ya hablaba de restaurar las fuerzas de la población pobre de origen mestizo e indigena. Debido a que estas “razas” componentes mayoritarios del país eran inferiores y débiles, pero como constituyentes de la Colombia naciente y parte necesaria de la población, que podrían ser “mejorados”, por medio de proyectos enfocados en sus hábitos alimenticios.

Este pensamiento de lograr una civilización y el progreso de la nación, a través de la implementación de nuevas ideas en cuanto alimentación era necesaria para «lograr que Colombia entrara al escenario de las naciones civilizadas y modernas» (Pohl-Valero, 2019, p. 3).

Esta ideología no es nada extraña en el ámbito colombiano, y no se detiene en el campo de los alimentos y la cocina, especialmente, este fenómeno fundamentado por las minorías intelectuales es mencionado en el texto de Jaramillo Velez (1990) como utilitarismo, y al respecto recogemos esta cita: «[...] resulta por lo demás bien característico el constatar de qué modo desde el comienzo mismo de su historia como naciones independientes estos países tuvieron que enfrentar la tarea de “actualizarse” o de hacerse propiamente contemporáneos sin contar con los recursos para ello» (p. 7). Tanto en la política, la economía, la educación (Jaramillo, 1990) así como la literatura (Rama, 1983) cuyo ideal es París, la música (Leal, 2014 y Cepeda Sánchez, 2019) en la que para reconocer el currulao y el bambuco hubo necesidad de mezclarlo con ciertas tonalidades extranjeras para hacerlo más digerible a la población intelectual, y acá lo vemos nuevamente en la alimentación.

Las élites de Colombia adoptaron modelos e ideologías extranjeras en busca de conseguir también los mismos niveles de estos países y abrazar la llamada modernidad, en este caso fue la idea del cuerpo como motor, nacida en la segunda mitad del siglo XIX, en Europa, ideología recogida en el trabajo de Anson Rabinbach sobre los vínculos modernos entre economía, salud y productividad, [...] en torno a la concepción moderna del cuerpo como un motor termodinámico (Pohl-Valero, 2019, p. 13).

Bien expresa Jaramillo (1990) las causas de este pensamiento tan recurrente:

Los criollos, que habían sufrido las limitaciones y anacronismos de la cultura hispánica (que desde el fracaso de la insurrección comunera en la península á comienzos del tercer decenio del siglo XVI se había cerrado al espíritu de la modernidad en ascenso) acudieron desde el primer momento a buscar en las ideas francesas y anglosajonas orientación para la conformación de las nuevas repúblicas (p. 8).

Y que trajo como consecuencia las impostergables tareas del mundo contemporáneo:

[...] han terminado por adoptar en forma apresurada y sincrética patrones de comportamiento que impone la vinculación al mercado mundial, la industrialización, el desarrollo económico y la acelerada urbanización, sin que éstos sean conscientes y sistemáticamente asimilados por las grandes masas populares, mantenidas hasta el día de ayer en un estado de somnolencia tradicional y que han despertado abruptamente a las impostergables tareas que impone el mundo contemporáneo (p.22).

Sobre estas impostergables tareas, consecuencias propias de la modernidad, nos enfocaremos más adelante. Mientras, es necesario recordar que los cambios que querían implementar los nobles se debían a esta corriente y a las críticas a las políticas del liberalismo de que «tuvieron la increíble decisión de suprimir los resguardos indígenas», es decir su autonomía, y por lo tanto el Estado era el que debía sustentarlos.

Aparece, entonces, uno de los principales destructores de la autonomía propia, al perder las tierras en las que podían sembrar, cosechar y criar sus propios alimentos y cazar dejan de ser capaces de sustentarse por sí mismos, de allí la necesidad imperante de involucrar al Estado. Stefan Pohl-Valero (2019) nos habla además de la “insuficiencia alimentaria” de los obreros identificada en el estudio de José Francisco Socarrás, Alimentación de la clase obrera, en el que se detectaba que el consumo de alimentos no era suficiente para compensar el gasto energético de sus actividades laborales.

Aunque ciertamente, en estas investigaciones podemos observar el sesgo propio de una ideología racista. Pronto no solo se culpaba a la falta de autonomía como se observa en un principio sino que “aunque los alimentos locales eran suficientemente nutritivos, la capacidad metabólica de su asimilación por parte de la población de la altiplanicie, incluso de las clases acomodadas, era inferior a la población europea”. (p. 12).

Aquí es en donde nos damos cuenta que estos proyectos e ideales que buscaban mejorar la alimentación del pueblo tenían bases muy discutibles, pues seguían ideas que hoy en día llamamos racistas, buscando “mejorar la raza”. La necesidad de ser como Europa era evidente, de allí que la mayoría de las comparaciones se realizaban con respecto a estos.

Las palabras de estos higienistas e ingenieros reflejaban los complejos e interconectados aspectos fisiológicos, sociales y morales con los que las élites buscaban producir una población idónea en términos energéticos para lo que ellos entendían que debía ser el progreso y modernización de la nación. (p. 10).

Esta ideología, este intento de ingeniería social, descrito explícitamente en el título del texto, La raza entra por la boca, esperaba cambiar la forma en cómo se alimentaba el hombre. Igualmente, se esperaba que gracias a la ciencia de la nutrición «la cocina [se convirtiera en] un laboratorio donde las materias primas que son los alimentos crudos o en estado natural, deben ser transformados en comida sana y digerible y no en tósigos tanto más perniciosos en cuanto más agradables pudieran resultar al gusto.» (p. 18). Así mismo, también se trata de mantener el poder y la hegemonía sobre las clases más vulnerables. Si recordamos la cuestión cultural, comer no sólo es el consumo de alimentos, implica las formas de recolección, la sabiduría pasada durante siglos entre generaciones, las distintas herramientas y usos dependiendo de la región, la unión de distintos saberes y recursos. Es una de las formas más sencillas en que se puede mostrar la heterogeneidad de un pueblo y, dentro de ella, el reconocimiento de la existencia de diversas culturas, distintas al modelo europeo.

Resaltamos que en este artículo mencionado, se desprende la idea de que debido a la incapacidad del pueblo para nutrirse correctamente en cantidad y calidad, se necesitó la intervención directa del Estado. El pueblo ya no era capaz de tener la independencia alimentaria como se veía en María:

Nosotros los pobres cultivamos arroz hasta 1941. Luego hubo un verano malo. Era muy seco y necesitábamos agua. Pero entonces los ricos impusieron impuestos, controles y derechos sobre el agua de los ríos, canales y quebradas de riego. Así que de ese tiempo en adelante, el arroz solo fue un cultivo de los ricos; no para nosotros los pobres. (Mina 1975, p. 108 en Esteban Zabala, 2017, p. 243)

Así recordamos a Hobsbawn (2010), quién nos habla del proceso de industrialización producto de la llegada de los medios de transportes y facilidades de comunicación entre países, pero la realidad de éste no era color de rosa, todo esto estaba situado por movimientos políticos e intereses económicos, que se pueden resumir también la paradoja más compleja de su discurso, «la unidad del mundo implicaba división» (p. 77).


Siglo XXI: Oro y hambre


La modernidad alimentaria se caracteriza por una abundancia en la disponibilidad de alimentos (Fischler, 1995).

Hoy en día existe una gran variedad y disponibilidad de alimentos a los que se puede acceder de forma inmediata, pero esto sólo se cumple si la persona cuenta con los recursos para obtenerlo. Nuevamente encontramos una pared entre las personas y el acceso a los alimentos, ya no por sequías, malas cosechas, plagas, etc., sino directamente por el régimen económico actual. «Después, sólo la guerra ha traído la penuria y, provisional o localmente, el hambre. “Ir tirando” ya no es, desde hace un siglo, un problema de escasez alimenticia, sino de dinero» (Fischler, 1995, p. 14)

El comensal moderno como lo denomina Fischler, tiene una preocupación con respecto a la comida en nuestra era, qué comer y qué no comer: «La gran angustia del comensal moderno, como tal vez la del “primate ancestral”, resulta, en definitiva, de una incertidumbre ligada a la elección de los alimentos.» Este texto está planteado desde una visión evidentemente eurocentrista, sin criticar al texto pues en el mismo el autor lo deja claro: «Sabemos bien que el hambre hace estragos, pero lejos, en el Tercer Mundo...» (p. 12).

Así es, el hambre a las clases sociales colombianas llega de la mano curiosamente con la industrialización, la planetarización alimentaria y la abundancia que esta trajo consigo. En María había autonomía alimentaria porque el alimento todavía no era considerado una mercancía:

Lo que sucede es que el hambre está ausente de la pobreza regional. En realidad, cuando se examinan las condiciones de vida de la población vallecaucana en el siglo XIX, e incluso a comienzos del XX, si exceptuamos los años más duros de las guerras de independencia o de episódicas irrupciones de la plaga de langostas, encontramos que los pobres que habitan los espacios de María sufren por todo menos por alimentos. Les falta dinero, vivienda sólida, educación, atención en salud, vestido, instrumentos apropiados de caza y labranza, etc., pero nunca un abundante y humeante plato de sancocho en la mesa (Patiño Ossa, 2012, p. 114).

¿Qué cosa más indispensable, más necesaria que el alimento? Es aquí cuando este entra en la línea de los bienes tangibles, debido a esto podemos calcular por la cantidad y la calidad de los alimentos cuántas riqueza posee una persona, e incluso, aventurar su estrato socioeconómico. La comida actualmente es una marca de desigualdad.

¿Qué más podría indicar que «más de la mitad de los hogares colombianos continúa con dificultades para conseguir alimentos.» y el hecho de que «ocho de cada diez hogares liderados por indígenas y cinco de cada diez cuyo jefe no tiene pertenencia étnica se encuentran en inseguridad alimentaria.». Es cada vez más alarmante que «siete de cada 100 menores en edad escolar presentan desnutrición crónica. En los indígenas, 30 de cada 100 menores presentan este problema, mientras que esta situación se extiende a 11 de cada 100 niños de los hogares más pobres del país» (ENSIN: Encuesta Nacional de Situación Nutricional, 2015).

Esto está directamente relacionado con el nivel adquisitivo de cada familia, es decir, niveles de pobreza: Según el Departamento Nacional de Planeación, en el 2013 los niveles de pobreza fueron 159 veces más grandes en zonas rurales que en zonas urbanas. Además, en 2018, la pobreza multidimensional –que incluye condiciones de vivienda, educación, trabajo, entre otros—fue del 33 % en regiones como el Caribe y el Pacífico, mientras que en Bogotá llegó a 4.3%.

Durante la colonia, la economía era extractivista y la mayoría de las ganancias iban a parar a España. Los esclavos eran obligados a producir y los excedentes eran requeridos por la corona española. Con el pasar de los años, más y más exportaciones eran requeridos por esta. La Nueva Granada fue víctima de la política económica española que impedía las exportaciones de productos de la colonia a destinos distintos a España, cerrando la variedad de mercados. Para cuando la independencia llegó, lo único que se logró fue afianzar una crisis en la que Colombia no era capaz de acomodarse a la tecnología moderna y, en consecuencia, incapaz de competir con las industrias extranjeras, impidiendo que la economía del país floreciera. Esto llevó a «una gran expansión de las importaciones, mientras que las exportaciones se limitaron a una moderada producción de oro y plata, que continuaron sosteniendo a la economía, y un pequeño comercio. Con productos de plantación, especialmente de cacao y de café, perjudicados por “las defectuosas y caras comunicaciones con el interior”» (Lynch, 1976, p. 275).

Pareciera que Colombia está destinada a repetir esta situación una y otra vez durante toda su historia, pues si se tiene en cuenta el panorama económico actual, el país sigue teniendo una crisis económica, ligada en parte a la falta de vías secundarias y terciarias, en la que los grandes productores ven una mayor oportunidad económica al exportar sus alimentos que al distribuirlos dentro del territorio. Así, se ven situaciones en la que productos que, históricamente, han sido producidos en el territorio, como el maíz, hoy en día son importados debido a que su producción es mínima y, por tanto, genera pocos ingresos, poniendo en riesgo la alimentación de muchas familias de clases bajas pues los costos de adquisición aumentan debido a aranceles y otro tipo de impuestos.

El capitalismo que llega con la modernidad tiene como base la oposición entre la élite dominante y la masa de dominados, así la alimentación a la vez que necesidad básica para la subsistencia, también es mercancía base de las naciones actuales, con grupos dominantes y minoritarios tomando pertenencia de las tierras, dejando a los menos pudientes bajo la única forma de adquisición por medio del trabajo, y la retribución de este, el sueldo, muchas veces incompleto para cubrir las necesidades básicas en países como el nuestro.

Si se considera todo el recorrido histórico de la economía del país y mirando el plato con el almuerzo que nos comimos hoy, ¿podría decirse nuevamente que ese platillo que describe Efraín como “sin grandezas” es siquiera ocasional para una familia de clase baja?


Conclusiones: A pan y agua

La perspectiva de satisfacer la necesidad humana esencial, contando con la diversidad y riqueza del hábitat, lo mismo que con medios que no dependen de autoridades o patrones, es a lo que aspira, no sólo el pueblo colombiano, sino la humanidad entera. Desde la alimentación como base de la cadena de actividad, necesaria para el trabajo, y pasando por el desarrollo necesario en todo proceso de modernidad e industrialización, engendrado en modelos extranjeros, Colombia ha perdido la noción de soberanía alimentaria, esa capacidad de definir sus propias políticas agrarias y de garantizar una alimentación suficiente y de calidad para toda su población.

La soberanía alimentaria depende de la disponibilidad, acceso, suministro, uso y aprovechamiento de los alimentos. Como tal no es un concepto ajeno a la historia de nuestro territorio, hasta mediados del siglo XIX era posible hablar de esta, aún con las profundas desigualdades sociales que permeaban al país. Las páginas de María son testigos fieles de este hecho con diversidad de platos que acompañan el almuerzo, dando a entender que hasta en la más humilde de las casas hay suficiente comida para todos los integrantes de la familia y hasta para los visitantes. La pobreza no es una excusa para la falta de alimentos y la diversidad de cada región del país, la actividad agrícola y la caza dan fe de ello.

Sin embargo, para mediados del siglo XX, los saberes tradicionales de los campesinos y los alimentos culturalmente propios de la región, conocidos como “el modo de producción campesina” se encuentran bajo la merced de la agroindustria, concepto introducido con el proceso de modernidad, y que es fruto de la europeización que ya hemos mencionado antes. Hay un genocidio etnocultural en el que el “progreso” sólo puede alcanzarse siguiendo modelos europeos más avanzados y distanciadose de comportamientos y tradiciones relacionadas con lo africano y lo indígena, aquello que es considerado como “salvaje” (Escobar, 2004, p. 20-21). Sumado a esto se encuentra el factor de la violencia, tan común en Colombia, que ha aumentado periódicamente con las guerras civiles, y cuya principal consecuencia, en el ámbito económico, es el abandonamiento del campo, en favor de la ciudad, en un intento de escapar de los horrores que propician las luchas en estas zonas.

Las tierras dejan de ser atendidas por el campesino para pasar a estar bajo las acciones de las balas, la violencia y la impunidad de un país indolente que se ha hecho a un lado ante las vicisitudes de las clases bajas atormentadas por la guerra y que permitió que el tal llamado “progreso” diera un revés en el campo, en donde los grandes hacendados vuelven nuevamente a ubicarse, a robar tierras para alimentar sus egos con rostro de terratenientes medievales. La tierra, que ya no le pertenece al campesinado que la cultiva, se ha convertido en un terreno árido bueno para la ganadería que es, en su mayoría, exportada. Lo que se produce en Colombia no queda en Colombia, ya no son los excedentes lo que sale del país, los modelos productivos se basan en cultivar con el único objetivo de salir del territorio para pasar a manos de otros. El maíz, el trigo y otro tipo de granos ahora no son destinados a la satisfacción de las necesidades alimenticias, sino a la creación de energía en forma de agrocombustibles.

En Colombia se produce menos comida con el objetivo de alimentar, aun cuando la población sigue en crecimiento. La solución a esto ha sido importar comida que se produce en el otro lado del mundo, lo que conlleva a la pérdida del conocimiento de los alimentos locales, la falta de acceso a los alimentos tradicionales y la limitación de la dieta debida a los impedimentos financieros producto de altos costos, o en otras palabras, el auge de la inseguridad alimentaria. Es la paradoja de la existencia del hambre en una tierra fértil.

La historia nos muestra que la soberanía alimentaria no es una utopía, pero su solución no se da únicamente con la inversión y adopción de modelos extranjeros. Hasta que no se reconozcan en la historia los errores que se han cometido tratando de perseguir una modernidad europea, no podremos reconocer que la identidad se construye desde nuestras herencias, aquellas que son una amalgama de lo diverso, de lo negro, lo índigena y sí, por más que nos pese a algunos, de lo europeo.



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